«La jaula que fuimos» de Jorge Morales Corona ya se encuentra disponible en todo el mundo

El libro de cuentos «La jaula que fuimos» de Jorge Morales Corona, obra ganadora del IV Premio «Caperucita Feroz» de Cuento (en su moda B: ‘Conjunto de cuentos’), organizado por la editorial española Ápeiron Ediciones ha visto la luz este martes 26 de enero a nivel internacional para su adquisición en versión física y ebook.

Según recoge la sinopsis del libro: «En La jaula que fuimos se reúnen diez relatos que nos hablan desde la perspectivas de personajes encerrados en una sociedad que, a través de los prejuicios, creencias arcaicas y en constante levantamiento de falsos testimonios, coaccionan y reducen la libertad de los individuos. Desde un lenguaje poético, Jorge Morales Corona nos introduce en la mente de sus protagonistas y nos lleva a diferentes parajes y sucesos de las últimas tres décadas en una Venezuela sumida en la añoranza y la melancolía.»

Puedes adquirir el libro en la tienda virtual de la editorial o pinchando en el siguiente link: https://www.apeironediciones.com/libros/La-jaula-que-fuimos-Jorge-Morales-Corona-p288290375

Compartimos el cuento «Sebi» con todos ustedes, extraído del libro.

«No dejes nunca de tener presente

que sólo lo esencial pervive

en el poema»

Arturo Gutiérrez Plaza

Toca sus pies fríos a mitad de la madrugada para cerciorarse que aún tiene cuerpo. Lo supone cuando, en medio del sopor, se vuelve hacia la entrañable despedida de lo querido. Todavía guarda dentro de algún hueco la memoria del tacto, de ese recipiente que se fue vaciando hasta quedar en la aridez de un vientre de barro estéril. Hace mucho tiempo desde que sus ojos no paren una luz, aunque a veces por las noches sienta el renacer de relámpagos en su iris.

Desde hace años se la asocia a conductas ritualistas, a mujer que huele a pérdida, pero ella poco a poco ha ahondado en sí misma, cree fielmente que se ha ido reconstruyendo a partir de otros. Los vecinos la suelen ver durante las tardes leyendo uno a uno los libros que ya son insignias entre sus manos, pero Alena no se resigna al recuerdo. Cada vez se sorprende con esos libros de poesía que poco a poco ha ido recolectando en intercambios o compra en mercadillos de segunda mano. En su sorpresa siempre guarda la entrañable virtud de su historia.

Alena llegó al país con diez años, su padre se dedicaba a la mecánica y su madre era una ama de casa que se especializó en cocinar postres para quien lo requiriese o la ocasión que lo ameritase. La familia, llegada desde la lejana Yugoslavia, traía consigo más de una profecía, tenían en sus raíces una sangre echada al azar de cualquier acontecimiento. A menudo, los compañeros de Alena la asociaban con toda costumbre supersticiosa que levantó algunos resquemores y burlas por el hecho de ser poco comprendida. La vida, desde su llegada al país, fue marcada por una soledad recurrente que alimentaba dentro de su silencio; un sentimiento que se acumuló en torno a sus amigos, a la nostalgia que muchas veces le persiguió por los pasillos del colegio, incluso en su casa. El primer casero que tuvieron comentaba a menudo lo callada de la niña, esa decisión a habitar lo que pocos entendían.

Fue ese mismo espectro lo que la llevó, algunos años después, hasta un libro de una poeta caraqueña que recientemente le habían publicado. En el diario El Universal le dedicaron una página entera donde hablaban, entre otras cosas, sobre la nocturnidad y la soledad, dos características que Alena había comenzado a hacer suyas gracias a dos amistades que perduraron mucho tiempo: Andrés y Gloria, una pareja de universitarios, estudiantes de Literatura, que dictaban un taller de poesía al que había comenzado a asistir.

Es con la lectura de «Casa de agua y sombras» de Hanni Ossot que enfrenta la primera muerte de su vida: su madre falleció en un accidente de tránsito cerca de Apartaderos,  a varios kilómetros de Mérida. Aunque el fantasma de la Yugoslavia inclemente se pareciese a una muerte premeditada, el final de la existencia de su madre supuso el primero de muchos dolores que solo irían mitigándose con el verso.

Gloria trajo nuevas recomendaciones literarias que fueron llenando el vacío que había dejado la madre, aunque la soledad de Alena se estuviera llenando de hastío. Cada poema creado por ella fue eliminado inmediatamente por miedo al reflejo, a sentirse agredida por sí misma, sin dejar que nadie entendiera lo que verdaderamente se estaba volcando en ella. La primera vez que la habían llamado poeta tomó una silla, la arrojó contra una ventana y los maldijo antes de salir con un portazo.

La segunda muerte experimentada fue la de su hermano por parte del ejército en una manifestación al oeste de la ciudad. «Se resistió a la autoridad, estaba armado», fue lo que les explicaron los hombres infames que les entregaron, luego de pagar coimas, un cadáver irreconocible por los impactos en la carne.

«Siento que un poema es la extensión desmembrada de mí. Todo aquello que quiera decir, por más que grite, la poesía no lo va a entender; y no me refiero a lo que escriba, sino lo que los otros quieran leer de mí. Ya no queda casi nada de lo que soy», dijo una de las últimas veces que la vieron por la ciudad. Alena poco a poco se fue convirtiendo en un espectro que habitaba callejones lúgubres y destinos indistintos, aunque siempre volviera a la misma palabra: casa.

Apenas reunió fuerzas se mudó a la capital, fue al sanatorio, conoció a Ossot y conversó con ella por media hora. Lo que los ojos de aquella mujer le devolvieron fue una especie de luz que no había experimentado. En su cuerpo estaba el destino del poema, cada palabra puesta en la boca correcta. Así era la poesía que había dejado guardada en algún cajón de su viejo mueble, rescatado de la basura por su padre cuando habían recién llegado; ese símbolo de nueva historia, lo primero que trajeron a la casa que se convertiría en hogar y que luego iría perdiendo la candidez de la querencia.

Hizo traer el mueble hasta su nueva casa, donde comenzaban a correr los hijos que habían llegado junto al calor de Julio, ese hombre que la llevó a reconciliarse con su tierra, a partir de la reflexión de las fronteras, para volver a la literatura y a la voz poética que había conseguido en el invierno eslavo.

«Aunque vuelvas, no habrás de encontrar la vida que todavía la melancolía acusa», le había recriminado su padre, pero para ella regresar era el inicio del perdón consigo misma, ese que tanto había anhelado su madre desde la llegada al «país del insilio».

Fue su viaje personal y el de sus poemas, lo que hizo encontrar de nuevo el verbo para poder escribir, aminorar la carga y respirar un poco, apartándose del ruido de la capital venezolana. Entre sus poemas, los hijos y la memoria construyeron un corpus contra la melancolía y el desarraigo de su propio cuerpo, haciendo un despojo para toda la dopamina orgánica que la envenenaba.

Sucede que si uno decide contar su historia, despersonalizarse en palabras y entregar una verdad para la que no se está preparado, ocurren las situaciones más perversas e inmisericordes poco contadas. Es así como en la casa de cuatro personas solo que quedó una. Una y la duda. Una y ese hastío que tanto se había afanado en asaltarla.

Julio y los niños comenzaron a desandar en los recuerdos, hacer de una casa el espacio para la remembranza de lo oculto en el silencio. Tampoco hubo palabras para iluminar la certeza que había quebrado la casa en dos, como prueba de la resurrección de la nocturnidad y la soledad.

Desde la primera muerte, la noche había sido el enigma que Alena trataba de resolver, ese personaje silencioso que traía con sus horas las peores certidumbres que su condición humana soportaba. En ese entonces, avanzada la noche, supo que sus hijos y esposo no volverían para la cena. Balas perdidas del mismo silencio de la muerte, víctimas de un enfrentamiento contra la inocencia. Poca gente dormía durante la noche, la misma fantasmagoría que borraba la tranquilidad en su representación premonitoria asaltaba a los incautos.

Llegó el día en que, recogiendo los últimos efectos que quedaban antes de la nueva mudanza, el siguiente exilio de su propia vida, se reencontrase con Ossot y sus versos: «Silenciosa, ella carga entre adoquines pedazos del hacha / eterna justicia / axial y doble andar / cuya razón no sabemos» [1] para entender que aquello por lo que había luchado, esa sensación de plenitud, volvería sobre la poesía. La poesía y su virtud de abrazar hasta el fuego más irresoluble de la tierra.

Por primera vez en mucho tiempo entendió que el país había permanecido siempre. Ella era su país. Venezuela había sido el retrato de lo que ella quería sentir, aunque Eslovenia siguiera llamándola. En ese momento entendió que la tierra era un hilo hacia la sangre que echa raíces, no de dónde se nace. Por eso se atrevió a cruzar los linderos de los cerros caraqueños con algunos libros de poesía, las voces de Gloria y Andrés resonando desde el más allá de la memoria y la convicción de que la poesía los liberaría. ¿A quién? Aún no lo sabía, solo tenía la premonición del poema. Apoyada por una orden eclesiástica abrió un taller para niños donde comenzó a explorar el universo de lo que querían decir aquellas miradas. La inocencia de las primeras lecturas, cómo se divertían creando y la ilusión que embargó a Alena la hizo sentirse en casa.

Acudía martes y jueves a leer poesía y enseñar cómo se siente la palabra viva. En cada niño vio a su hermano, la emoción de sus hijos, el cariño de su madre y la candidez de los primeros años. Volvió a la querencia con que los había recibido su primer casero, la ternura de las lluvias vespertinas en una Mérida cobijada por el embrujo, las nuevas formas del mundo a partir de los ojos de sus amigos poetas… Fue así como cada día consiguió nuevas piezas para reconstruir su casa.

«¿A dónde va usted, maestra?», preguntaron un día los niños antes de verla irse. «A una extensión de mi casa», respondió. «¿Y dónde habita usted?», replicó uno de ellos. «Vivo en San Martín, habito en mí y en ustedes», dijo al final. Los chicos se dieron por enterados pero sin saber a ciencia cierta a lo que se refería.

De un modo u otro, Alena había vuelto a habitarse, a ser casa de sí misma y agradecía a la poesía por ello.

Aunque los años pasasen y un par de esos muchachos que educó en poesía decidieran dedicarse a su escritura y ahuyentar las sombras, como Ossot, recordó la vez que su padre hubo de tomarlos en medio de la noche y emprender el camino de huida. «¿A dónde vamos?», preguntó tiempo después de la turbulenta despedida de su antigua vida. «A un nuevo país». «¿Y la casa?», replicó. «En el mundo hay muchas casas, pero solo hay una que puedes habitar». «¿Cuál?». «¿Sabes quién es la casa?», contestó su padre con aire enigmático. Ella, sin entender, se resumió a negar. «Tú misma». Sebi, la palabra que le rehízo el cuerpo una y otra vez durante mucho tiempo.

Ahora las noches han perdido su carácter vil y se han entregado a la palabra. Se rehace así misma cada medianoche, mediante el tacto, hasta la llegada de aquel que siempre la espera y le recita el mismo poema que la hizo renacer hasta que se vuelve a dormir.

[1] Ossot, Hanni. Hasta que llegue el día y huyan las sombras, pág. 11. 1983, FUNDARTE. Caracas, Venezuela.